Son las 9 a. m. y, como todos los días, la melodía de las flautas resuena por los pasillos de una construcción que mezcla piedra y madera, en las faldas de la cordillera que bordea a Santiago de Chile. Las luces de la sala están apagadas. El pálido resplandor del sol sobre los picos nevados de las montañas es todo lo que los niños de segundo de primaria necesitan para que sus deditos caigan en el lugar preciso y surjan las notas aprendidas no a partir de un pentagrama, sino gracias a su capacidad de imitación. Al final, cada uno desarmará su flauta de madera, la limpiará y guardará en los bolsos de lana que ellos mismos hilaron y sus padres confeccionaron en un taller.
Al frente de la sala está Dania Trujillo, una comunicadora que hace ocho años descubrió esta pedagogía y decidió capacitarse para impartir clases acá, en el colegio Rudolf Steiner, de Peñalolén. Ella, que recibió a los niños a las 8:30 de la mañana e inició la jornada con una ronda en la que cantaron al sol, a los mirlos y al “poder espiritual del alma”, para después iniciar juegos rítmicos de manos y pies al son de los múltiplos de 3, de 4, de 5 y de 6, fue quien les regaló la flauta un año atrás.
“La flauta es un tesoro, es un regalo que les hace el profesor que los acompañará hasta octavo. Es algo que, además, deben cuidar, porque detrás de su fabricación estuvieron sus familias y su trabajo”, explica Trujillo. Hacer la ronda, cantar y tocar música unifica a los estudiantes, los saca de las realidades de donde vienen, de las casas, del estrés y proporciona un espacio para que todos entren en el mismo ritmo, en la misma frecuencia respiratoria.
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La musicalidad es una constante a lo largo de la mañana. De repente, todos entonan una canción para dar la bienvenida al “señor silencio” y, acto seguido, sacan sus cuadernos para disponerse a trabajar individualmente. Con crayolas, lápices y colores dibujan conjuntos de cinco pelotitas para aprender a sumar y a multiplicar.
Trujillo explica que la clave del método Waldorf es que los niños aprendan a través del “eureka”, de la búsqueda y el hallazgo (autónomos) de respuestas y no a través de la memorización de datos.
“Nunca les digo: ‘Estamos aprendiendo las tablas de multiplicar’. Las cantamos, las dibujamos y las descubrimos. Lo mismo con las letras: les cuento una historia de las montañas, las dibujan y descubren en ellas la forma de la M”, explica la profesora de este colegio que, como la mayoría de la veintena de establecimientos Waldorf de Chile, no es reconocido por el Ministerio de Educación.
Para lograr esa certificación, el establecimiento debe solicitarlo, adherir al currículum nacional y utilizar los programas de estudios y evaluación oficiales o propios aprobados por el ministerio del ramo.
Sin exámenes ni notas
Rafael González, ingeniero civil de profesión, profesor de historia y miembro fundador del colegio Waldorf Rudolf Steiner, es claro: “No nos interesa el reconocimiento. Cuando un padre llega a matricular a su hijo le decimos dos cosas: uno, que este no es un colegio reconocido. Y dos, que la meta acá no es la Prueba de Selección Universitaria”. Pero entonces, ¿cuál es la meta aquí?
“En un momento tenemos que dejar de lado nuestros propósitos, porque la gente necesita estudios oficialmente reconocidos”, admite González y explica que en octavo todos los estudiantes se preparan para presentar exámenes libres. Después toman preuniversitarios y llegan a la universidad con “cierto vacío de contenidos”, pero con genuinas ganas de aprender y no solo de aprobar.
Los colegios Waldorf enseñan las materias comunes –matemáticas, español, historia, física–, pero ponen especial énfasis en la capacidad musical. En tercero de primaria a cada niño se le asigna un instrumento de acuerdo con su temperamento –violín, chelo o piano– para que lo practique en futuros años escolares. También importan las manualidades, su capacidad de producir, crear y construir con sus manos, talentos que desarrollan a medida que se van conectando con un mundo más concreto que el de su imaginación infantil. La educación Waldorf incluye clases de tejido, carpintería, agricultura y panadería. ‘Capacidad’ es una palabra mágica para este método pedagógico.
Que cada niño desarrolle su yo interior es lo que buscan estos colegios basados en la filosofía antroposófica de Rudolf Steiner, según la cual el hombre es el centro de todo. Para conectar con ese yo se evitan a como dé lugar los dispositivos tecnológicos.
En todo este esfuerzo, sin embargo, surgen amenazas del exterior: internet, las tabletas, los celulares y la televisión. Las imágenes creadas por otros son, en opinión de estos educadores, un obstáculo para el desarrollo de la imaginación y la creatividad.
En el Rudolf Steiner se les pide a las familias que los niños no vean pantallas hasta los 12 años; algo que, reconocen, no es sencillo de lograr. Pero tampoco parece un objetivo descabellado: una de las escuelas más demandadas en Silicon Valley, donde van hijos de ejecutivos de empresas como Google y Apple, es la Waldorf School of the Peninsula
“Precisamente porque saben qué capacidades se atrofian por el uso indiscriminado de la tecnología, en lugares como Silicon Valley tienen claro que la forma de seguir desarrollándolas es volver la mirada al ser humano en su plenitud”, anota Rafael Basualto, ingeniero industrial que tiene a su hija de 9 años en el colegio Micael, de Santiago de Chile, y que conoce a profundidad la experiencia Waldorf en Estados Unidos.
Dania Trujillo también se acercó al mundo Waldorf como mamá y fue tan sorpresivo que decidió volverse profesora.
“Recuerdo un niño que llegó a mitad de año de kínder desde un colegio tradicional y me dijo que quería dibujar. Le pasé una hoja y me preguntó qué hacer. Le dije que lo que él quisiera. Insistió: ‘¿Qué cosa dibujo: las vacaciones, la familia, el otoño?’. Estuvo seis meses sin poder dibujar libremente; necesitaba la instrucción de un adulto”, cuenta Trujillo.
Ese mismo choque lo sienten las familias que optan por esta clase de educación. La escritora María José Viera Gallo, quien tiene a sus hijos de 9 y 7 años en un colegio Waldorf, lo pone así: “Me preocupaba por cómo iban a socializar, pensaba que se iban a atrasar y no concebía que fueran al jardín solo a jugar, que no les enseñaran las vocales”.
Para ella también ha sido un desafío personal: “Ahora –dice– siento que soy yo la que no sabe nada”.
CLAUDIA GUZMÁN
EL MERCURIO (Chile) – GDA